Las normas más importantes del vestir del hombre poco o nada hablan de hacerlo de una u otra manera. Y es que sencillamente, la verdadera elegancia no la otorga el seguir unas u otras pautas. La verdadera elegancia, esa virtud tan escasa en nuestros días, es, por el contrario, un código de normas no escritas que han pasado de padres a hijos. Normas que se han aprendido en casa o que se han llegado a dominar observando a esos caballeros que las tenían interiorizadas desde su infancia. Normas todas ellas que no aparecen en los libros de moda sino que lo hacen en las biografías de los hombres más elegantes y educados de la historia.
Si bien conocer las nociones básicas sobre cómo combinar colores, estampados o cómo escoger la mejor hechura para nuestro físico, es algo, sin duda alguna, importante, son las normas no escritas las verdaderamente responsables de separar a quien se esfuerza por ser elegante de quien sencillamente lo es.
La elegancia es una actitud, un comportamiento concreto frente una situación determinada, la naturalidad con la que andamos, la facilidad con la que hablamos e incluso la destreza con la que escribimos. Es una forma de vida asimilada y no forzada, una manera de afrontar el día a día sin tener que parar a pensar qué corbata escoger o cuál es el zapato que mejor combina con nuestro traje. Y es que la elegancia no es otra cosa que naturalidad, sencillez y saber estar.
Son precisamente esas normas que han pasado de generación en generación, independientemente del caso omiso que hoy se haga de ellas, las responsables de separar el trigo de la paja. Es curioso observar como no hace tantos años las invitaciones no se llenaban, como sí lo hacen hoy, de frases del tipo “smart casual”, “formal dress”, “business standard”, “longe suit” y un largo etcétera; frases todas ellas con las que hoy se intenta evitar que los invitados desentonen con la formalidad o informalidad del acto.
Hasta bien pasada la II Guerra Mundial, momento de inflexión en la vestimenta masculina, los señores eran perfectamente conscientes de aquello que tenían que vestir y no necesitaban a nadie que se lo recordase. Con prestar atención a la formalidad del acto y a la hora en que este se fuera a celebrar, se sabía cuál era el conjunto más apropiado para la ocasión.
Eran tiempos donde no era necesario recordar que la noche requería de conjuntos oscuros o que no se podían vestir zapatos marrones en un acto formal y mucho menos hacerlo en ausencia de luz solar. De todos era conocido que el presentarse en una boda con esmoquin produciría, en el mejor caso, las risas del resto de invitados, que las camisas de cuadros se debían reservar para el fin de semana y nunca para las ocupaciones en la ciudad y que en los actos más formales había que decantarse por corbatas lisas y sin diseño alguno.
Aquellos señores habían aprendido de sus padres, y corroboraban en la calle, que los zapatos negros lisos de cordones eran la única opción para el chaqué y que si las camisas blancas había que reservarlas para la noche, las azules claras tocaba guardarlas para el día. Sabían de lo inapropiado del uso de gafas de sol en sitios cerrados, de la falta de respeto que suponía desprenderse de la chaqueta o desabotonarse el botón del cuello de la camisa y, por supuesto, nunca se hubieran podido imaginar que sus homólogos, menos de un siglo después, llegarían incluso a saludar a un Jefe de Estado con una gorra de béisbol en la cabeza.
El Aristócrata
No hay comentarios:
Publicar un comentario